viernes, 25 de abril de 2008

Carta al Papa


No eres tú el confesionario, ¡oh Papa!, lo somos nosotros; compréndenos y que los católicos nos comprendan.
En nombre de la Patria, en nombre de la Familia, impulsas a la venta de las almas y a la libre trituración de los cuerpos.
Entre nuestra alma y nosotros mismos, tenemos bastantes caminos que transitar, bastantes distancias que salvar, para que vengan a interponerse tus tambaleantes sacerdotes y ese cúmulo de aventuradas doctrinas con que se nutren todos los castrados del liberalismo mundial.
A tu dios católico y cristiano que - como los otros dioses - ha concebido todo el mal:
Te lo has metido en el bolsillo.

Nada tenemos que hacer con tus cánones, index, pecados, confesionarios, clerigalla; pensamos en otra guerra, una guerra contra ti, Papa, perro.
Aquí el espíritu se confiesa al espíritu.
De la cabeza a los pies de tu mascarada romana, triunfa el odio a las verdades inmediatas del alma, a esas llamas que consumen el espíritu mismo. No hay Dios, Biblia o Evangelio, no hay palabras que detengan al espíritu.
No estamos en el mundo. ¡Oh Papa confinado en el mundo!, ni la tierra ni Dios hablan de ti.

El mundo es el abismo del alma, Papa contrahecho, Papa ajeno al alma; déjanos nadar en nuestros cuerpos, deja nuestras almas en nuestras almas; no necesitamos tu cuchillo de claridades.

miércoles, 2 de abril de 2008

los cincuenta


Creo que fue Leonardo el que afirmó que a los 50 años uno tiene la cara que se merece. Sobre ella han ido, lenta pero inexorablemente, dejando sus huellas los sentimientos y las pasiones, los afectos y los rencores, la ilusión, los desencantos, las muertes que vivimos o presentimos, los otoños que nos entristecieron o desalentaron, los amores que nos hechizaron, los fantasmas que nos visitaron (de muertos en los sueños, de personajes que nos arrastran, y también de los enmascarados de nuestra propias ficciones, que al mismo tiempo nos expresan y traicionan).
Esos ojos que revelan con sus lágrimas las tristezas, esos párpados que se cierran por empecinamiento o por despiedad, esas cejas que se contraen por inquietud o por extrañeza o que se levantan por interrogación o duda, esas venas que se hinchan por rabia o sensualidad, van delineando, arruga tras arruga el diseño que finalmente el alma imprime sobre esa carne sutil y maleable de nuestro rostro. Revelándose así según esa fatalidad del alma, que sólo puede existir encarnada y manifestándose a través de esa materia que es su prisión y a la vez única posibilidad de existencia.
Sí, aquí la tienen, con cruel y delicada exactitud, como un condenado entre rejas, mi propio espíritu, el rostro con que observo el universo.
Gracias Sábato.